Arcontes, archivos y nomologías: las paradojas de archivar lo contemporáneo

Escrito por  José Luis Barrios 24 Abr 2006

A PROPÓSITO DE LA PRESENTACIÓN DEL ARCHIVO DIGITAL DE PINTO MI RAYA                                                                        
La palabra archivo supone al menos dos significados: origen y resguardo. Un doble sentido que pone en operación tanto un dispositivo ontológico-temporal, como otro jurídico-institucional.  En el archivo se tejen y se traman las figuras de la memoria, de la historia y la cultura, pero no sólo ellas, sino también el porvenir de esa memoria, de esa historia y esa cultura. El archivo es un territorio: un lugar, una autoría y una  legislación.  Archivo por tanto quiere decir: identidad territorial que resguarda la memoria, una narración hecha de espacio y del  saber clasificador, ordenador.  Es un lugar físico que recupera la memoria a partir de una jurisdicción, en él se inscribe una habitación y su clasificación, y esto se realiza a través de un especialista que guarda y  dispone el archivo, el arconte. Visto así, todo archivo comienza por ser una relación entre topología, cronología y signatura. Una narración o una trama a partir de la cual se circunscribe una intelección de la memoria.

            Es a partir de los arcontes, las nomologías  y las topologías que me gustaría aproximarme al archivo de arte contemporáneo Pinto mi Raya y  quizá no a él, sino a través de él apuntar algunas reflexiones alrededor de lo que pueda significar una doble problemática: la noción de archivo de arte contemporáneo y la idea de archivo electrónico.

1.     Los arcontes: autoría y   signatura

Los arcontes son ante todo los guardianes del archivo, como lo observa Derrida: “No sólo aseguran la seguridad física del depósito y el soporte sino que también se les concede el derecho y la competencia hermenéuticos. Tienen el poder de interpretar los archivos. Confiados en depósito a tales arcontes, estos documentos dicen en efecto la ley: recuerdan la ley y llaman a cumplir la ley. Para estar así guardada, a la jurisdicción de este decir la ley le hacía falta a la vez un guardián y una localización. Ni siquiera en su custodia o en su tradición hermenéutica podían prescindir los archivos de soporte y residencia.” (Derrida: 10)

     La función de arconte es pues signar el documento, otorgarle una autoría y una identidad. Desde luego estos modos de signatura suponen poner en marcha un sin fin de dispositivos: imaginarios personales y de generación, estilos, tiempos, geografías  de la memoria, etc. En todo caso la signatura de un archivo marca un territorio y una subjetividad. Hay signaturas, es decir firmas de archivo que en su propio nombre nos dicen su memoria: los archivos de la nación, los archivos catedralicios, los archivos de indias, pero también los archivos médicos y criminales, llamados expedientes. Entre unos y otros, se tienden distintas formas del tiempo y la memoria, pero todos están signados a un sujeto, ya sea personal o colectivo que funciona como el arconte de esos documentos.

     La firma, la autoría de un archivo inscribe pues una hermenéutica de la memoria, donde si bien ésta se conforma de fragmentos de alteridades, una primera signatura marca su orientación. Esto se vuelve particularmente significativo en el archivo que nos convoca hoy:   Pinto mi raya aparece como una firma pero también como un diseño. Imagen y nombre son al mismo tiempo una metonimia donde el todo se explica por la parte y una ironía desde donde se dispone un territorio de significaciones que caminan entre la cualidad de lo pictórico y el juego de canicas, desde una posición política del nombre hasta una frase que marca lugar del arte, desde una forma que refiere al desenfado hasta un dibujo que se cierra a sí mismo en el juego de líneas paralelas que se transforman en objetos: un lápiz y una pluma, pero también una pluma y un lápiz que marcan esas paralelas. El arconte, el depositario (los depositarios) marcan un territorio y las jurisdicciones propias de arte contemporáneo: ese donde los objetos y las palabras, las imágenes y las ideas devienen en una identidad que se altera para inscribir la condición de posibilidad del arte y la cultura de nuestra época: enunciados  que se instituyen y se destituyen en los vaivenes de la ambigüedad, de la paradoja. Un decir que se desdice en la ironía y que da cabida al equívoco. Arcontes o hermeneutas de la equivocidad, de lo efímero, del objeto-documento y del documento-objeto. Sin duda la condición del archivo de un arte que nace para ser documento, nos habla de una perdida originaria como una de las cualidades, me atrevería a decir definitorias de nuestra época, aquella en la que el acontecimiento sólo se entiende como escritura y donde la escritura está proyectada como arqueología: una extraña manera de entender la memoria por su porvenir y no por su pasado.  Arcontes de un pasado  aún porvenir,  hermeneutas de un “posible pasado”  a fuerza de nacer ya “futuro necesario”.

2.     Topologías del archivo

Los archivos tradicionales al menos ocupan dos tipos de espacio: el estante y el cajón. Ambos lugares plantean dos asuntos en torno a la memoria,  mientras el estante supone  su clasificación e institucionalización, el cajón la dibuja como  habitación propia. Se trata de una diferencia, donde a mi parecer, se inscriben dos genealogías históricas del archivar: el lugar de lo público y lo político, y el lugar de lo privado y lo íntimo. Sin embargo existe un lugar intermedio entre el cajón y el estante, el sitio donde toda fantasía se inscribe como prohibición que hay que guardar como tal. Me refiero al archivo secreto, ese sitio institucionalizado  pero obsceno de las perversiones del poder. Ese territorio que el saber contemporáneo se empeña, no sin razón, en hacer público. En este sentido no podemos perder de vista esta dimensión del archivo a la hora de intentar comprender su funcionamiento social: los archivos secretos hablan de una paradoja del tiempo: la necesidad del olvido a partir de la prohibición y la irresponsabilidad ante el acontecimiento en el que todo testimonio habrá de devenir en proceso a la hora de hacer de la memoria vital un documento para la historia. En este lugar intermedio hay que buscar el sentido de los archivos de nuestra sociedad contemporánea: la obligación de no dejar nada a la clausura y sin embargo correr el riesgo de que esta memoria haga de la sobre información una forma más inmediata del olvido. Esto sin duda ha sido la función del modo de archivar que nace con las sociedades de la información.

     Si la distancia que separaba el cajón del estante inscribía una especie de distensión del tiempo vivido al tiempo histórico: encontrar un papel, dejar pasar el tiempo para que los papeles hablarán a su época, hoy la conciencia epocal hace los papeles. Es un problema de duración del acontecimiento, tenemos la capacidad –cuando menos eso parece-, de documentar y clasificar todo en el mismo momento en que sucede: la crónica, la reseña, la crítica, pero también el vídeo, la fotografía y la tele información dan cuenta de esta contracción de la memoria en la velocidad.

     Benjamin pensaba que el progreso hubiera sido una conquista ética si hubiéramos aprendido el “paso” del flâneur acorde a las tortugas que sacaban a pasear en los pasajes, sin embargo el flâneur se detuvo en los inicios del siglo XX, cuando el potencial comunitario de la sociedad industrial llegó a ser sociedad de masas y en  nuestra época sociedad de consumo: esa extraña conversión del lo público en espectáculo, información y divertimento. ¿Cómo pensar pues el “lugar” del  archivo en un contexto donde “todo lo sólido se desvanece en el aire”?  Las topografías del archivo en la red ponen a discusión la relación entre la  velocidad y  la memoria, es una cuestión de ritmo, no de información. Visto así el lugar donde se guarda el documento adquiere un sentido distinto: a mayor velocidad mayor información, tal parecería ser la condición abierta por la tecnología.

      El impacto de la tecnología no sólo tiene que ver con el avance de soportes y procesos más sofisticados de la conversión de la materia en códigos y de los códigos en imágenes y lugares, también involucra el cambio en el modo en que se pone en circulación la información. Desde la invención del periódico, la fotografía y el cine, como ya lo anotaba Walter Benjamin, el sentido de los documentos empezó un largo proceso de cambio del que los sistemas digitales de información dan cuenta. Parte fundamental de estos cambios se relaciona, tanto con la velocidad como con la fragmentación de la información. Si los modelos narrativos y de representación del siglo XIX seguían la lógica de los grandes relatos, a partir del desarrollo de las tecnologías de la información se empieza a estructurar lo que muchos posmodernos han dado por llamar la narrativa del fragmento. En esta nueva forma de narración, la topología del archivo adquiere un nuevo significado: ya no se trata de una habitación o de un resguardo donde el tiempo se inscribe como desgaste y memoria, sino de un puesta en circulación del documento como información, se trata de una preponderancia de la socialización, más que de un resguardo de la memoria. El estante o inclusive el cajón dan paso al despliegue da la información en pantalla, a una intrusión de lo público en lo privado, o colapso del espacio, del lugar del archivo, como lo observa Derrida, a propósito de la Web: “… el texto –y añado el documento- es instantáneamente objetivado y transmisible, es casi público y ‘apto para la impresión’ desde el instante de su inscripción. Nos imaginamos, tenemos tendencia a creer o hacer creer que todo lo que se graba así tiene desde entonces valor de publicación” Derrida, Papel Máquina:143). Visto así, parecería que la topografía del archivo se ancla en esta velocidad de la información, haciendo de su lugar un espacio para lo inmediato. La inmediatez, categoría de tiempo, ocupa el lugar del archivo. Pero no sólo eso, también el espacio público pareciera ser el lugar natural de todo archivo que se sube a la red.

     Desde luego no se trata de valorar lo que esto significa y apostar por una especia de nostalgia por el estante y el cajón, sino de mostrar la nueva condición de la topología del archivo. Entre el cajón y estante, pareciera que tendremos que aprender a partir de una pérdida; la de la distancia que separa el asentamiento de documento como intimidad a su objetivación y clasificación pública. El  ritmo supone entender que  la velocidad se impone como un apuro, como cierto sentido de la prisa, donde los documentos se apresuran, se adelantan a ocupar el espacio público de la red para hacer de la memoria y de su resguardo algo que tiene que ver con la urgencia de hacerse presentes. En este sentido pareciera que el lugar del archivo habrá que pensarlo en este apuramiento al espacio público, es decir como un ejercicio político más que histórico de la memoria ante lo inmediato.

     Creo que desde esta condición del sitio del archivo se puede entender mejor el tejido conceptual que acompaña los distintos “estantes” del archivo de Pinto mi raya, construido a partir de un trabajo de recopilación de documentación sobre performance, arte digital y de la definición misma del proyecto pinto mi raya, de la revista virtual La pala y del archivo Memoria virtual que recoge documentación hemerográfica de más de diez años de artículos sobre arte digital, el archivo que hoy nos convoca, es  en sí mismo un modo de documentar, de archivar, que muestra esos lindes de la historia a los que se refiere Danto: los que nos hablan de disoluciones, de transferencias y de diseminaciones donde el documento es acción artística, donde la memoria es virtual, donde los fragmentos de artículos construyen no totalidades de historia sino redes de interpretación como definidores del “hecho”. Un modo de archivar a partir de la comprensión de la escritura y el documento como acción pública. Nos habla de esta nueva manera de entender el destino derridiano de toda escritura: su publicación…Entre el cajón y el estante se tiende una nueva topología del archivo, quizá habría que pensar que las formas de la clausura ya no tienen que ver con el recóndito fondo de un papel, de un documento que se arrincona en la intimidad o se le clasifica como secreto –aunque esto aún exista-, sino con una nueva forma de escritura que tiene que ver con el género epistolar: el mail electrónico, aprender a escribir en el espacio abierto de la red toda memoria, inclusive la de la primera persona. Arcontes que resguardan no el espacio del archivo, sino la estrategia de la escritura.

3.     La nomológica del archivo

Todo archivo requiere una clasificación, es decir una ley ordenadora que haga posible su intención discursiva. Esta nomología del archivo no se reduce simplemente a una disposición más o menos científica, más o menos objetiva que articule su orden, antes bien es un dispositivo que detona maneras de comprender el tiempo pasado para disponer un futuro, en este sentido, todo archivo es un canon aunque este sea el del anticanon. Y lo es en dos sentidos: uno historiográfico, el otro espectral. La nomología del archivo es ya una estrategia de escritura de la historia que parte del sentido de la memoria como huella, como espectro. Se trata de una relación entre recuperar la memoria para escribir la historia, paradójica relación donde la memoria es recuperada a partir del dato perdido: algo es documento cuando se extravía la memoria como experiencia y sólo nos queda la memoria como representación, es decir cuando el testimonio deviene en el “se” del documento.  En este sentido es necesario asumir esta condición de perdida del archivo para comprender como se inscribe la jurisdicción del archivo y de ahí como se despliegan los dispositivos historiográficos como canon.

     Esto se vuelve particularmente significativo a la hora de entrar en las jurisdicciones de los archivos de arte contemporáneo, y más aún cuando estos poseen una condición de virtualidad. Sin duda las relaciones entre lo contemporáneo y lo artístico, hoy por hoy, ya caen dentro de una noción bien circunscrita: el giro lingüístico-conceptual del arte, el debilitamiento del objeto, al artista como dispositivo enunciativo, la industrialización y masificación de la imagen, condiciones éstas que al tiempo que funcionan como un contracción casi ontológica del mundo en el enunciado, despliegan el nuevo canon del arte como diseminación de significantes, como articulación de enunciados que se trasmutan en sus distintos soportes hasta convertirlo en un fenómeno de socialización  y en circuitos globales de enunciados discursivos. Así el arte como discurso supone también las redes sociales que construyen como espacios de posicionamiento público, lo que quiere decir que el canon se articula en función de los dispositivos de negociación del discurso, y viceversa, del discurso como negociación de dispositivos. Esta relación, que se antoja compleja, nos conduce a una pregunta: ¿Cómo entender pues la función del archivo cuando este se inscribe al mismo tiempo como acción artística y como documento potencialmente histórico? Lo que me conduce a otra pregunta ¿Cómo entender la memoria como negociación política del espacio público? Pareciera que estamos atrapados en la propia aporía del discurso de la historia y del arte como discurso, un lugar donde el arte deja de ser patrimonio material y deviene en patrimonio documental. Un canon que nos plantea más preguntas que respuestas…y que en todo caso apuntala una búsqueda, nuevos problemas y nos coloca en el lugar de la inquietud que al fin y al cabo es el quehacer del arte. Ese territorio donde aún no tenemos ni arcontes ni archivos ni leyes para entender que entre la memoria como acontecimiento vital y la memoria como documento, sólo  quedan  los balbuceos del único problema que se anida en todo archivo: contra la ruina y olvido, rescatar la ruina y el olvido: el tiempo ya arruinado que aparece como documento supone el espectro de un ya sido sin testigo o lo que es lo mismo la paradoja de la historia. Necesitamos archivos porque todo es factible de olvido.

 Noviembre 11, 2003

José Luis Barrios © Derechos Reservados 2003.

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